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viernes, 6 de abril de 2012

Viernes Santo, el camino del perdón

La muerte en una cruz constituia una pena denigrante, tanto que estaba destinada sólo para los esclavos, los provincianos y los criminales más bajos. No era común, por ejemplo, que se crucificara a un ciudadano romano; ellos tenían derechos que los protegían para no recibir esa muerte. Pero Jesús, siendo judío, y habiendo atentado con sus enseñanzas contra las más preciadas instituciones religiosas y políticas, tanto romanas como judías, fue condenado al vilipendio de la cruz. ¡Crucifícale!, fue el grito enfurecido de una turba de fanáticos que creían que Jesús debía morir a causa de su irreverencia.

La verdad es que Jesús sufrió una muerte violenta por ser fiel a la verdad predicada y por hacer el bien. Su vida y sus principios atrajeron la furia de muchos. No soportaron que sanara a un paralítico porque lo había hecho el día equivocado; no admitieron que se acercara a los marginados y excluidos; no aceptaron que hiciera milagros sin el consentimiento de la jerarquía religiosa; no asintieron que el amor, como él decía, fuera la ley suprema de la vida. Fue perseguido por presentar el rostro generoso de Dios y por hacer presente, por medio de sus acciones, la bondad de ese Dios. Todo esto irritó a quienes se arrogaban la supremacía de la fe y creían que el poder político era intocable.

Jesús murió en medio de una oscura trama de equívocos humanos. Es cierto. Pero su muerte tenía propósitos que trascendían el límite de esa historia terrenal en cumplimiento de los propósitos establecidos por Dios para la humanidad entera
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