Padeció la muerte de sus dos hijos, y esa desgracia sucesiva, que superó con la entereza que compartió con Silvia Lemus, su mujer, se integró con enorme dramatismo en algunos de sus últimos libros; pero su voluntad de hierro, así como su salud, le permitieron superar el impacto de las desapariciones dramáticas de sus hijos Carlos y Natasha.
Su resistencia era la de un atleta, pero el corazón iba acogiendo esos impactos hasta que ayer ya no pudo más; su fortaleza física, que fue también su fortaleza literaria, fue vencida por la edad del tiempo, esa metáfora en la que él puso su empeño como escritor y también como respuesta civil a un siglo de México y de la humanidad.
Esta semana aún estaba en Argentina, visitando la feria de Buenos Aires. Ahí anunció nuevos proyectos; explicó (en declaraciones a Francisco Peregil) que mientras tuviera proyectos, y los tenía a puñados, jamás sometería su vida a la melancolía de la muerte.
En Buenos Aires declaró que el tiempo no lo vencería. Yendo al hospital, en México, este atleta del entusiasmo literario sintió que su abrazo a la vida ya no tenía la correspondencia que siempre halló hasta en los momentos más oscuros. Y lo que queda de él, de aquel entusiasmo, es una obra poderosa que escribió a mano hasta que el dedo con el que tomaba el lápiz se hizo curvo. A veces lo mostraba: "He aquí mi aliado". El corazón le dejó a un lado en la mañana más triste de todas las mañanas que él quiso felices.